Un reciente estudio de Brand Footprint estima que en el hogar de cualquier persona del mundo se compra Coca-Cola más de trece veces al año. Solo en Europa, The Coca-Cola Company obtiene unos ingresos anuales de más de diez mil millones de euros. Su gran competidora, PepsiCo, con menor implantación en el viejo continente, supera sin embargo a su rival en otras regiones del mundo y ha erigido un imperio en el sector de la alimentación. Ambas se han visto rodeadas por infinidad de polémicas, escasamente reflejadas por los medios, y han sido objeto de varias convocatorias de boicot por sus prácticas laborales. Mientras tanto, los trágicos efectos de su masivo consumo de agua en el subcontinente indio han pasado desapercibidos.
La fiebre de la cola
La historia de la Coca-Cola es sobradamente conocida: un coronel confederado, John Pemberton, creó un jarabe para atenuar su adicción a la morfina que consumía desde que había sido herido en la Guerra de Secesión. Decidió vender a cinco céntimos cada vaso de aquel tónico que aspiraba a mucho más que combatir el ardor de estómago: teóricamente, servía para calmar los nervios, paliar el dolor de cabeza e incluso luchar contra la impotencia. La cocaína de la fórmula original era capaz de eso y más.
La bebida comenzó a ganar cuota de mercado y, poco después de su lanzamiento, surgió la compañía que erigiría el imperio de la marca más famosa del mundo. Su sabor parecía gustar en los lugares más remotos, pero Coca-Cola (ya sin estimulantes) quiso apuntalar su producto convirtiéndose en una de las grandes pioneras de la propaganda moderna. Tras conquistar el enorme mercado interior que ofrecían los efervescentes Estados Unidos de comienzos del siglo XX, la marca se convertiría en el gran mascarón de proa de la globalización capitalista. Todo el mundo sabe que Coca-Cola fue capaz de cambiar los colores de San Nicolás y, con ellos, los de la propia navidad; no obstante, el rojo y el blanco de su emblema, sus anuncios y su mítica tipografía (incluso una fuente lleva su nombre), no eran simples formas: en el fondo de aquel envase viajaba un nuevo tipo de consumo.
Siempre a rebufo de su competidora (la compañía original fue a la bancarrota en 1931), Pepsi supo hacer de la necesidad virtud y, aunque no ha podido amenazar el liderazgo mundial del refresco de Coca-Cola, su modelo de negocio diversificado le dio el control de decenas de marcas de alimentación (Lay’s, Doritos, Cheetos o Fritos pertenecen a su grupo empresarial). En 2005, la facturación de todas las divisiones de PepsiCo finalmente superó a la de su gran rival.
Actualmente, los productos de ambas compañías se venden en todos los países del mundo, con excepción de Cuba y Corea del Norte (donde, en todo caso, se pueden conseguir en el mercado negro). Coca-Cola vende casi dos mil millones de refrescos al día, y el valor de la compañía se acerca a los doscientos mil millones de dólares (el de PepsiCo es tan solo ligeramente inferior). El sueño de los directivos de las compañías de refrescos se ha cumplido: sus productos no solo son los más vendidos del mundo, sino que en varios países (como EEUU) se consumen más que el agua embotellada.
Pero, ¿cómo se consigue semejante dominio del mercado mundial? Sin duda, ese sabor artificial, creado por el hombre, tiene algo que nos engancha. Sin embargo, más allá de las cualidades de sus bebidas y de su maestría publicitaria, The Coca-Cola Company y PepsiCo supieron rentabilizar las vetas de beneficios ocultas en la desregulación y la explotación laboral. Que los consumidores demos por descontado que esto es un comportamiento natural en empresas de este tipo, es parte del problema; que a pesar de ello sigamos consumiendo sus productos, es algo estrechamente relacionado con las peores consecuencias de sus políticas.
Trabajo y sequía
En España se han realizado diversas llamadas al boicot contra Coca-Cola, casi siempre por culpa de su actitud ante las reivindicaciones de los trabajadores de varias de sus plantas embotelladoras, quienes declararon sentirse acosados cuando la compañía se vio obligada a readmitirles tras un ERE irregular. El Supremo certificó que Coca-Cola violó el derecho a la huelga en España al realizar prácticas de esquirolaje para romper las movilizaciones de sus trabajadores al mismo tiempo que estaba negociando las condiciones de su cese. Algo parecido ha sucedido este mismo verano, en Argentina, con su gran competidora, PepsiCo.
No obstante, el gran tamaño que dificulta los movimientos de estas multinacionales tiene sus ventajas: según Infoadex (organismo dedicado al estudio de la inversión publicitaria), Coca-Cola España invirtió veintinueve millones de euros en publicidad solo en 2016. Resulta sencillo comprender cuál es el motivo por el que determinadas polémicas tienen serias dificultades para abrirse paso en los medios, o por qué desaparecen rápidamente del discurso público cuando pasa la noticia. Por si eso no resulta suficiente, ambas compañías disponen de manuales internos que explican a sus divisiones mundiales cómo limitar el impacto de cualquier mensaje que afecte a la imagen de su marca mediante el uso de las redes sociales, el posicionamiento de noticias en los buscadores e incluso el contacto directo con los propios consumidores.
Así, no resulta extraño que nuestra capacidad de movilización como consumidores quede tristemente limitada a los casos en que las políticas de estas compañías afectan, de un modo u otro, a nuestro entorno más cercano. Desde luego, los despidos irregulares en nuestro barrio, las desinversiones en nuestra región o incluso las polémicas políticas nacionales son motivos perfectamente legítimos para dejar de consumir un producto. De hecho, no es extraño que las escasas rectificaciones públicas de este tipo de multinacionales tengan que ver con un error a la hora de calcular la capacidad de movilización de sus trabajadores, o la solidaridad que pueden llegar a despertar en el consumidor. Desgraciadamente, articular algún tipo de acción colectiva por otras consecuencias directamente derivadas de sus políticas, pero que nos resultan ajenas (a pesar de su gravedad) por su mera lejanía, resulta mucho más complicado.
Eso es precisamente lo que ocurre con los efectos de la presencia de Coca-Cola y Pepsi en el subcontinente indio, donde la pinza formada por el cambio climático y la globalización ha provocado una tremenda crisis humanitaria. Muchos, demasiados ciudadanos que critican legítimamente a sus gobiernos por desatender dramas como el de los refugiados, ignoran consciente o inconscientemente la actuación de ciertas compañías cuyos productos consumen, olvidando que sus marcas extienden la miseria hacia la vida de millones de seres humanos. A millones de indios, en este caso, que llevan muchos años luchando prácticamente en solitario contra la presencia de plantas embotelladoras de varias multinacionales en su región. Y de nuevo, por su tamaño y su condición de símbolo político y económico, The Coca-Cola Company (y Pepsi, como siempre a su rebufo) se han convertido en el enemigo a batir. Por desgracia, la propia dilatación en el tiempo de la lucha de los damnificados implica su lenta y agónica derrota.
The Coca-Cola Company tenía, a finales de 2016, casi sesenta plantas embotelladoras en la India. Todas ellas vierten a los ríos, junto a los que se sitúan productos altamente contaminantes como cadmio o cromo. Esas aguas son utilizadas posteriormente para el riego y el consumo humano, con las gravísimas consecuencias que todos podemos imaginar y, no obstante, el verdadero problema surgió cuando a los vertidos y al consumo masivo de agua para la fabricación de refrescos se unió la sequía. Eso es precisamente lo que ha ocurrido en varias ocasiones en la zona de Tamil Nadu, una región del sureste indio con una gran concentración de este tipo de factorías.
Coca-Cola apostó fuerte por esta localización tras alcanzar un acuerdo con el SIPCOT (un órgano gubernamental para impulsar el crecimiento industrial del Estado), en virtud del cual puede dragar hasta tres millones de litros de agua diarios del río Thamirabarani, a razón de un dólar por cada mil litros. Cuando se firmó este convenio, se trató de tranquilizar a la población de la zona aduciendo que Coca-Cola, en realidad, no necesitaba semejante cantidad de agua; la compañía afirmó entonces que solo dragaría el máximo permitido de forma excepcional. Lamentablemente, el acuerdo no contempló la posibilidad de limitar la extracción en caso de escasez de agua en la zona.
Pronto llegaron las denuncias de los ciudadanos de diversas poblaciones, cuyas reivindicaciones, es justo decirlo, fueron atendidas en un primer momento por los tribunales. The Coca-Cola Company hizo valer entonces su acuerdo con el gobierno e interpuso un recurso que fue aceptado por el Tribunal Superior de Madrás, lo que le permitió continuar dragando el río mientras cientos de miles de indios comenzaban a tener dificultades para acceder al agua potable. La situación se reprodujo rápidamente en otras zonas de la India y el sur de Pakistán, dos países enormes y sometidos a una tremenda presión demográfica. Las víctimas han ido organizándose a lo largo de los últimos años y han perseverado en sus movilizaciones: obtuvieron una importante victoria judicial en la India, en 2011, cuando consiguieron impulsar una ley para obligar a las compañías a compensar a la región de Kerala (en el extremo suroeste del país), por la continuada contaminación y sobreexplotación de sus aguas. Pero de nuevo los engranajes el Estado detuvieron la iniciativa, que solo recientemente (después de otro lustro de lucha y penurias) ha logrado regresar a la agenda política nacional.
Por desgracia, con el paso de los años las consecuencias de la actividad de las multinacionales en el sur de la India han ido mucho más allá del agravamiento de la persistente sequía de la zona. El verdadero drama estalló cuando, ante la sobreexplotación de los ríos, los agricultores vieron como la práctica totalidad del cauce remanente se dedicaba al consumo humano. Para poder beber, muchos indios tuvieron que resignarse a dejar de comer. Decenas de miles de pequeñas explotaciones agrícolas se fueron quedando sin agua para sus cultivos y, por lo tanto, perdieron la producción que alimentaba a la población del territorio y el flujo de capital con el que se compraban nuevas semillas para los campos (en muchos casos a Monsanto, otra polémica multinacional norteamericana).
Finalmente, la escasez ha llevado a miles de personas más allá de su límite y los efectos de la crisis humanitaria han comenzado a llamar la atención de algunos medios y consumidores occidentales: en los últimos años, los agricultores de la India, privados de cualquier tipo de perspectiva vital e incapaces de cumplir con su rol tradicional de proveedores, han comenzado a suicidarse de forma masiva. En algunos Estados de la República de la India se han quitado la vida más de veinte mil agricultores en poco más de cinco años. Entre el oscurantismo mediático, resulta complicado medir la tragedia con absoluta exactitud. La única certeza es que la magnitud del fenómeno en la totalidad de los Estados implicados, resulta aterradora.
Una Coca-Cola, por favor
Ante un problema de semejante calado, ¿qué postura podemos asumir como consumidores? Coca-Cola y Pepsi no son las únicas variables que han arrojado semejante resultado: la globalización económica, el cambio climático, el propio desarrollo de la India e incluso de su cultura milenaria, señalan las coordenadas de la crisis; no obstante, son las multinacionales como las gigantes del refresco las que más claramente han condicionado cada uno de los elementos de esta triste ecuación.
Hay, además, razones para castigar su respuesta a esta circunstancia: existe una clara relación entre la prolongación de esta situación y la batalla librada en los tribunales por unas empresas que, claramente, incluyen este tipo de procesos judiciales en sus balances económicos, independientemente de si se producen en Tamil Nadu o Fuenlabrada. Evidentemente, ninguna empresa traza sus planes de negocio tratando de enviar a los habitantes de toda una región a la inanición; es la lógica de la competencia y la maximización de los beneficios la que lleva a este tipo de compañías hacia prácticas que hacen palidecer el esquirolaje o el acoso laboral que implementan en el Primer Mundo.
Existe, sin embargo, una similitud entre las estrategias que emplean en nuestro continente y sus políticas en la India: no abandonarán ninguna de ellas mientras les reporten beneficios. Y parece evidente que los consumidores no podemos contar ni con los gobiernos ni con el poder judicial para que impulsen un cambio tan necesario.
Solo queda, por lo tanto, un mecanismo al alcance de la mano. Las marcas como Coca-Cola y Pepsi son muy celosas de su imagen y cuando no pueden ocultar sus prácticas a la opinión pública, tratan de sepultar su recorrido mediático con indemnizaciones millonarias. Si sienten que sus ventas o su imagen de marca (siempre fresca, como sus productos; positivos, optimistas) se ven comprometidas, estarán obligadas a rectificar.
Parece claro que, con Coca-Cola y Pepsi, topamos de nuevo con un producto absolutamente incrustado en nuestra tradición cultural. Probablemente, resultaría demasiado incómodo negarse a ir a una cafetería con nuestros amigos y tener que ofrecer una larga y compleja explicación sobre nuestra postura personal en relación al mercado de los refrescos. No obstante, y aunque puede resultar más difícil de lo que parece, estos productos son fácilmente sustituibles por otros que no pertenecen al mismo conglomerado financiero y se producen de forma más sostenible. No olvidemos que, en el terreno del consumo, el pequeño revoloteo de una mariposa en un extremo del mundo puede provocar un huracán en Wall Street.
Por último, es necesario hacer saber a estas empresas los motivos que nos llevan a reducir o interrumpir nuestro consumo de sus productos. Hoy en día, tenemos la capacidad de transmitir a cualquier compañía, sin intermediarios, qué es lo que no nos gusta de su modelo de negocio; cuáles son nuestras condiciones si aspiran a reconquistar nuestra confianza. No cabe refugiarse en el argumento de que, en realidad, confiamos sistemáticamente en las grandes compañías porque ofrecen un servicio inmejorable (que muchas veces lo hacen) y continuar olvidando premeditadamente las consecuencias de sus prácticas, el coste oculto de sus productos, simplemente porque no nos afectan directamente. Acabarán haciéndolo.
Si estamos dispuestos a denunciar las condiciones en las que malviven los animales de una tienda de mascotas o a denunciar en Internet la suciedad de un restaurante, ¿no podemos negarnos a que producir un refresco carbonatado signifique la miseria de millones de personas? ¿Por qué aceptamos que los causantes de esta situación sigan obteniendo beneficios millonarios?
Es necesario dejar de consumir los productos de todas aquellas marcas que consideremos cómplices de situaciones como la que están viviendo los agricultores indios. Es necesario difundir la información debidamente contrastada sobre lo que le sucede con nuestros semejantes. Y sobre todo, es necesario explicar a las marcas a través de nuestro consumo qué es lo que debe cambiar.